05 enero 2016

Soldado viejo

Justo Santiago de Segovia era un ballestero bajo el mando del Adelantado Don Alonso Fernández de Lugo. Veterano de la guerra de Granada, esperaba que ésta fuera su última acción de guerra; a él como a sus compañeros de mesnada se le habían prometido tierras en las islas, una vez conquistadas por completo.
      Aquella parecía ser la última batalla, la definitiva. Los salvajes habitantes de aquella isla, Tenerife la llamaban, habían plantado cara en la llanura de Aguere y estaban pagando caro su atrevimiento. Él mismo había visto como las flechas de su ballesta habían matado a dos de aquellos paganos. Y aunque otro había intentado abrirle el cráneo con un bastón de madera, su recio bacinete había absorbido casi todo el golpe; Justo consiguió desenvainar su espada y atravesar el pecho de aquel hombre.
      La gente de Benchomo parecía estar en desbandada. De hecho, algunos rumores decían que habían visto al rey de los guanches muerto. Justo no se confió; en todo caso, aún no habían tocado para señalar retirada o victoria, por lo que él seguía en la lucha.
      Aunque en aquel momento no tenía enemigos a la vista. Se había refugiado un momento tras una de aquellas plantas extrañas para respirar un poco. A su alrededor, el retumbar de los arcabuces, los relinchos de los caballos, los gritos de los hombres, unos en castellano, otros en lengua canaria; aunque los ayes sonaban igual en todas las lenguas, lo mismo que la sangre era roja en todos ellos…
      De pronto, Justo sintió un mareo. Tal vez el golpe de aquel guanche no había sido tan inofensivo como le pareció en un primer momento. Le pareció que se iba a desvanecer. Cerró los ojos…
      Pasado el mareo, abrió los ojos.
      ¡Por Santiago! ¿Dónde estaba?
      No se oían los gritos, ni los truenos de los arcabuces.
      Justo se sentó en la hierba. ¿Hierba? No recordaba que hubiera hierba bajo la planta donde se había refugiado. Planta que, por cierto, ¿dónde estaba?
      Miró a su alrededor. A un lado estaba la estatua de un hombre, en bronce. Parecía uno de aquellos guanches…
      Un par de vigas de hierro se extendían en el suelo, hacia arriba y debajo de la ladera en pendiente, sobresaliendo de la hierba. Más allá podía ver una calzada de color negro.
      En la calzada había ¡carruajes sin caballos! Uno de ellos pasó cerca y pudo ver que era de un color blanco impoluto. Llegó a apreciar a un hombre en su interior, con una vestimenta muy extraña.
      A unos cuantos pasos vio a otras personas, que lo miraban con extrañeza. Notó que él se hallaba en una especie de plaza, con la estatua en el centro.
      No reconocía nada de lo que podía ver.
      Tampoco lo que oía.
      Los sonidos eran distintos, sin duda. Uno, en particular, estaba aumentando; lo que fuera que lo producía se estaba acercando.
      Justo volvió la cabeza a tiempo de ver una enorme serpiente de colores acercarse sobre las vigas de hierro. Tuvo que apartarse para que la serpiente no se lo llevara por delante.
      No era una serpiente. Era otro carruaje sin caballos, pero enorme.
      No entendía lo que le estaba pasando. ¿Dónde estaba, por los clavos de Cristo?
      Evitando los otros carros de la calzada negra, buscó la proximidad de otras personas. Parecían españoles, como él, aunque sin duda sus vestidos eran muy peculiares.
      —Disculpadme, nobles señores. ¿Podríais por ventura decirme dónde me encuentro?
      —¿De dónde ha salido este tío? —dijo un jovenzuelo, dirigiéndose a otros dos como él, no a Justo.
      —Tal vez nosotros le podamos ayudar —replicó otro, guiñándole un ojo.
      Ese gesto provocó la alarma en el viejo soldado. Pero no le quedaba otro remedio que confiar en aquellos tres jóvenes. Las demás personas antes presentes ahora habían desaparecido de su vista.
      Uno de los jóvenes le hizo un gesto con el brazo, animándolo a seguirlo. Justo se fue con él y los otros dos.
      Cruzaron la calzada y se metieron por un estrecho pasaje entre los muros de unas viviendas. De pronto, el que iba delante se detuvo y dándose la vuelta, esgrimió un cuchillo.
      Los otros dos se quedaron detrás de Justo, cortándole la retirada.
      —Bien, colega —dijo el que parecía el jefe de la pandilla, el del cuchillo en la mano—. No sé de dónde coño has salido, pero, eso que llevas encima vale un pastón, así que ya te lo estás quitando, si no quieres que te rajemos. Y somos tres, así que mejor no intentes nada raro.
      Justo Santiago no se dejaba amedrentar por tres pícaros rapazuelos. Sabía muy bien lo que debía hacer. No era la primera vez: en Sevilla había aprendido cómo tratar con los malandrines.
      Metió la mano bajo el coselete, como si se lo fuera a quitar, pero sacó el puñal que llevaba escondido. Sin mediar palabra, hizo una finta golpeando el que portaba el otro. Al mismo tiempo que lo desarmaba, con la izquierda le asestaba un fuerte puñetazo en la boca.
      El otro miró, sorprendido, el cuchillo en el suelo; sentía la sangre corriendo por la barbilla.
      Antes de que reaccionara, Justo le asestó otro golpe, con la derecha, en la sien. El aprendiz de ladrón quedó tendido en el suelo.
      Los dos secuaces se quedaron atónitos. Su reacción, cuando fueron capaces de moverse, fue la de huir, dejando a su compañero a merced de Justo Santiago.
      El soldado se quedó solo. Aunque seguía sin saber dónde estaba, ni lo que había sucedido, sin duda su vestimenta no era la adecuada para aquel lugar. Por eso aquellos maleantes habían decidido robarlo, nada más verlo, al comprender que era de fuera. La ropa del ladronzuelo podría servirle, así que procedió a desnudarlo.
      Miró hacia ambos lados del pasaje. Parecía ser un sitio poco frecuentado, tal vez por eso lo habían elegido para asaltarlo. Se quitó el casco bacinete y el coselete, y se puso en su lugar un curioso sombrero que sólo tenía una visera por delante y una especie de camisa de colores fuertes. Cambió las calzas que llevaba por las del joven, observando que debajo llevaba una curiosa prenda, en vez de un taparrabos; decidió dejarla, pues sin duda estaría sucia y nadie tenía por qué saber qué prendas llevaba en lo más íntimo. Tampoco se quitó el jubón, pues quedaba cubierto con aquella especie de camisa colorida.
      Con los zapatos optó por dejarlos. Las nuevas calzas le cubrían casi por completo la caña de las botas, así que no se notarían tanto. Y eran sus botas, ya bien domadas después de tantos años de duro batallar; ya habían conocido en un par de ocasiones los remiendos del talabartero.
      Las nuevas prendas tenían faltriqueras a ambos lados. Justo metió la mano en ellas y sacó varios objetos.
      El primero era una especie de ladrillo negro. Al tocarlo por un lado aparecieron unos números, «11:25». Justo no supo qué hacer con ese objeto y lo devolvió a su sitio.
      El siguiente objeto parecía ser una bolsa con dinero. Había monedas, sin duda, por completo desconocidas, nada de reales de plata o maravedís. También vio un papel de color azul claro doblado con un número 5 en diversos lugares…
      El tercer objeto era una especie de pequeña bolsa con lo que parecía un cierre de dientes metálicos a un lado. Justo tiró de una pequeña lengüeta de metal y cuál fue su sorpresa al ver que poco a poco iba apareciendo una gran bolsa, plegada con muchos dobleces. En aquella bolsa sin duda cabrían todas sus prendas, así que ya tenía donde guardarlas.
      Pero no había sitio para la ballesta ni la aljaba con las flechas. Tampoco para la espada pequeña que llevaba.
      Buscó entre unas plantas cercanas; aquello no parecía ser un lugar muy frecuentado, de hecho vio objetos abandonados, y una botella rota. Basura, tal vez, un buen lugar para esconder sus armas. Ya había observado que nadie llevaba armas a la vista, e incluso el ladrón había escondido su cuchillo.
      Tapó la ballesta, espada y aljaba con unas ramas rotas y lo cubrió mejor con unos papeles que vio tirados.
      Observó entonces el cuchillo del ladrón. Tenía un resorte para doblarlo y guardarlo en la faltriquera, así que eso fue lo que hizo.
      Rodó el cuerpo del joven, aún inanimado, dejándolo en un rincón bajo los árboles, apartado del escondrijo con las armas. No fuera a ser que al despertar lo descubriera.
      Justo Santiago se sentía ya preparado para enfrentarse a lo que pudiera haber en aquel extraño lugar al que la magia de los guanches le había conducido.
      De pronto, un extraño rugido llegó por el aire. Vio pasar un enorme pájaro sobre su cabeza.
      El ánimo le volvió a faltar. Se sentó en el suelo, impresionado por aquella visión tan perturbadora.
      Tardó un buen rato en recuperarse. Por fin imaginó que aquel pájaro era otro vehículo, como la serpiente multicolor o los carruajes sin caballos. Otra peculiaridad más de aquel mundo del demonio.
      Salió a la calzada, y pudo ver que ahora ya no llamaba la atención de los caminantes. Evitando los carros sin caballos que parecían abundar más ahora, se puso en camino hacia arriba. Nunca supo por qué eligió subir en vez de bajar, pero así fue. Tal vez porque había más gente caminando en esa dirección…
      El lugar se le antojaba conocido, y a la vez no lo era. Por las montañas cercanas, diría que era el mismo lugar, Aguere, donde había estado luchando. Pero estaba seguro de que allí no había ninguna ciudad. Sólo una selva que rodeaba una laguna.
      Justo subió por el lateral de la calzada hasta llegar a un cruce de vías. Vio una cruz de piedra en el centro de una plazoleta, y eso le llenó de satisfacción: había temido que aquellas tierras no fueran cristianas desde el preciso momento en que se le había hecho una estatua de bronce a un salvaje guanche. Pero no, aquella cruz con todo el aspecto de ser muy vieja indicaba que la Iglesia de Cristo imperaba en aquellas tierras.
      Y eso importaba mucho, pues Justo confiaba en que algún sacerdote le pudiera ayudar. No confiaba en nadie más: si encontraba un alguacil, oficial o cualquier autoridad, ¿qué le iba a decir? «Disculpe Vuecencia pero busco a las mesnadas de Don Alonso, pues me he perdido y no sé qué ha sido de mis compañeros». Tenía que evitar ese tipo de encuentros, pues sin duda acabaría en el calabozo. O, peor aún, acusado de brujería. Tal vez si pedía confesión a un sacerdote éste le escuchara y ofreciera alguna solución a su inaudita situación.
      En aquel cruce no sabía hacia donde proseguir, pero optó por continuar hacia la derecha, por una avenida con árboles y por la que subían los carruajes sin caballos. Siguió adelante sin que nadie se fijara en él, lo que era buena señal; sin duda la vestimenta robada al pícaro ladronzuelo era la adecuada para aquel sitio.
      Una pequeña cuesta conducía a otra plazoleta. Justo prosiguió hasta dar con una vía más pequeña, que seguía subiendo.
      Por fin llegó a una iglesia. Había una plaza cuadrada con dos edificios haciendo esquina. Uno era claramente una iglesia cristiana, pero la gran puerta de madera estaba cerrada. El otro parecía un convento y su puerta estaba abierta. Entró por ella.
      No había monjes, sólo una persona detrás de una especie de mesa, tal vez un vigilante. Era un pórtico que conducía a diversos lugares pero algo le llamó la atención y hacia allí se dirigió.
      Era, sin duda, una representación del lugar, con figuras que señalaban las calles y edificios.
      Justo era lo bastante instruido para saber lo que era un mapa y comprendió que aquello era una especie de mapa en relieve. Vio las montañas y la laguna que ya conocía.
      Pero un detalle le llamó la atención. Leyó «basado en el mapa de Torriani de 1588». Eso ya era un siglo después de su época, el Año del Señor de 1494.
      Otra vez había recibido una fuerte impresión. Buscó un lugar donde sentarse, pero no había ninguno a mano, y no se podía sentar en el suelo delante del hombre que estaba al fondo.
      Lo peor era que parecía que aquella fecha de 1588 ya era pasado, que estaba, de hecho, en algún momento muy posterior. Lo comprendió así cuando no pudo reconocer muchas de las vías por las que había pasado.
      Aquel mapa en relieve era viejo, y tal vez por eso estaba expuesto en aquel lugar.
      Decidió arriesgarse y preguntar. Se acercó al hombre que parecía hacer de vigilante.
      —Disculpe vuecencia, ¿puedo preguntaros algo?
      —Para eso estoy, señor, para informar a cualquiera. ¿Qué desea saber?
      —Busco una iglesia, pero que esté abierta, por ventura.
      —¿Abierta? ¿Busca un sacerdote, tal vez? Es una pena que la de Santo Domingo está cerrada. Abre a las cinco, si no me equivoco.
      —Tenéis razón, busco un sacerdote. Pero os ruego que sea cristiano. Y preferiría que fuera pronto.
      —¡Por supuesto que será cristiano! Bien, puede usted ir a la catedral. O también al convento de San Francisco.
      —Tal vez prefiera ese convento. Sin duda, en él habrá sacerdotes.
      —Sí, es casi seguro. Pues siga usted hacia arriba por esta misma calle y llegará a la plaza del Adelantado.
      —Disculpad si os hago otra pregunta. ¿A qué Adelantado os referís?
      —Al Adelantado Alonso Fernández de Lugo. ¿Quién iba a ser, si no? Es quien fundó esta ciudad de La Laguna.
      —¡Por supuesto! Proseguid, os lo ruego.
      —Bien, en la plaza verá usted varias vías. Siga la más ancha, que arranca desde un edificio porticado que es el Ayuntamiento. Al final verá una gran plaza hacia la izquierda y en un lateral hay un cuartel y, al lado, una iglesia y el convento. O vuelva a preguntar si no le bastan estas indicaciones, seguro le dan más detalles. Es una pena que no tenga un mapa para darle.
      —Os estoy muy agradecido, señor.
      —No hay de qué. Que tenga usted una grata estancia en la ciudad.
      Justo salió complacido. Ya no le cabían dudas de que había viajado al futuro. Don Alonso era recordado como el fundador de aquella ciudad, que en su época no existía. Tendría que hacerse a la idea.
      Podría haberse dirigido a la catedral, pero él buscaba discreción y eso era más fácil entre los monjes de San Francisco (una orden que conocía bien, lo que era una suerte), que entre los sacerdotes principales, y tal vez algún obispo.
      Llegó a la plaza y de inmediato sus ojos se dirigieron a la ermita situada a un lado. Era antigua, sin duda, y tal vez le pudiera ofrecer datos sobre la época en que se hallaba.
      En efecto, tenía una fecha: 1759, y la placa que lo indicaba era vieja.
      Si la fecha de 1588 ya le preocupó, esta otra de 1759 le hizo sentir un vacío en el estómago. Y no era por el hambre creciente que sentía, ¡ya eran casi trecientos años los que, sin duda, había recorrido en su viaje mágico!
      Serían más, casi seguro, pues aquel año de 1759 ya era historia.
      Localizó la vía que el vigilante le había indicado. Vio asimismo un enorme carruaje del que descendía gran número de personas. Por su aspecto y sus miradas hacia todos lados, le parecieron viajeros.
      Una joven les hizo señas y todos se colocaron a su alrededor. Ella les empezó a hablar en una lengua desconocida. ¡No cabían dudas de que eran viajeros de otras tierras!
      Dejó atrás a los viajeros en la plaza y prosiguió su caminar. De los edificios vecinos le llegaban olores que le recordaban que no había probado alimento desde las gachas del desayuno. Ni agua.
      Pero lo primero era lo primero. Tal vez aquellos monjes de San Francisco le ofrecerían comida; o, le indicarían cómo conseguirla.
      De hecho, pasó por lo que parecía una taberna, cerca de un sitio donde le pareció ver alguaciles con extraño uniforme, pero no quiso correr riesgos.

(Continuará)

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