06 enero 2016

Soldado viejo (conclusión)

Justo llegó a la plaza y sí, aquello tenía que ser un cuartel aunque no veía soldados a la vista. Y ¡sí! Había una iglesia con la puerta abierta, aunque tuvo que empujar para comprobarlo.
      Era un lugar pequeño, mayor que una ermita, pero con una sola nave, sin salas ni otros altares. En el interior, sólo un par de mujeres rezando, y nadie en los confesionarios. Una pequeña puerta conducía a una sala para poner velas.
      Aunque eran unas velas curiosas: no ardían con llama, no daban calor. De hecho, estaban cubiertas con un cristal.
      Justo vio que una de las mujeres que había visto rezando se acercaba, depositaba una moneda en una ranura y se iba sin más. Cinco nuevas velas estaban ahora encendidas.
      Decidió que él debía hacer lo mismo. No sabía si usar su dinero o el que le había quitado al ladrón; optó por este último. Tomó una moneda de dos colores con un 1 bien visible en una cara. La dejó caer en la ranura y sonrió satisfecho al ver encendidas cinco nuevas velas.
      Había una puerta en un extremo de la sala.
      Justo tuvo una idea. Golpeó con fuerza en la puerta.
      Tardó un rato, pero por fin se abrió la puerta. Apareció un hombre vestido con el hábito marrón de la orden.
      —¿Quería usted algo?
      —Disculpadme, hermano, mas busco un sacerdote.
      —¿Alguna confesión, o sólo desea encargar una misa? ¿Es otro asunto?
      —No sé cómo explicarlo. No quiero confesión, pero lo que tengo que decir debo hacerlo ante un sacerdote.
      —Bueno, veré lo que puedo hacer. ¿Puede usted esperar en el templo? ¿Es usted católico, espero?
      —¡Por ventura que lo soy! Bien, esperaré sentado, o mejor de rodillas rezando.
      —Como prefiera.
      Justo Santiago volvió a los asientos de madera y se arrodilló en uno cercano. Se puso a rezar, pidiendo a Dios ayuda y comprensión.
      Estaba tan concentrado que se asustó cuando le tocaron el hombro. Vio a un hombre con hábito negro y un libro pequeño en la mano.
      —¿Buscaba usted un sacerdote? —dijo en voz baja.
      —Sí, padre —respondió de la misma forma.
      —Acompáñeme.
      Fueron al altar y pasaron a lo que, sin duda, sería la sacristía. El sacerdote le invitó a sentarse en un cómodo sillón.
      Justo se dejó caer, notando el cansancio que le dominaba. Ignoró los quejidos del estómago, pero la sed era insoportable.
      —Disculpe, padre, pero ¿por ventura tendría usted un poco de agua?
      —¡Claro que sí!
      Tomando una botella de color azulado, transparente, llenó un vaso de vidrio. Justo bebió de un trago, lo que llevó al sacerdote a llenarlo de nuevo.
      Calmada la sed, Justo empezó a contar sus cuitas.
      —Verá, padre, no sé dónde me encuentro ni lo que me sucede.
      —Lo mejor es que empecemos por el principio. Quién es usted y lo que sepa. Luego ya veremos lo que quiere saber.
      —Mi nombre es Justo Santiago de Segovia y soy ballestero de mesnada a las órdenes del Adelantado Don Alonso Fernández de Lugo. Me hallaba en…
      —¡Un momento! Disculpe la interrupción, pero le ruego me lo repita. ¿Ha dicho usted que es un soldado del Adelantado Don Alonso?
      —Eso he dicho. Nací en Segovia en el año del Señor de 1469. Y sé bien que algo ha sucedido, pues debo de estar en un año muy lejano. ¿Podrías decirme la fecha?
      —Hoy es 11 de mayo de 2016.
      —¿Habéis dicho 2016? ¡Santa Madre de Dios!
      —Bueno, ya averiguaremos cómo habéis llegado a esta época. ¿Dónde estaba usted? Me lo iba a contar cuando le interrumpí.
      —Es cierto. Como os decía, me encontraba en plena lucha contra las huestes de los guanches, cuando sentí algo peculiar, y me vi en un lugar extraño. Todo a mi alrededor había cambiado. Tras algunas vicisitudes, he logrado llegar a este templo.
      —¿Ha nombrado una lucha contra los guanches? ¿Conoce usted el nombre del lugar donde estaba?
      —Sí, claro, sin duda era la llanura de Aguere.
      —¡La batalla de La Laguna! No sé si lo sabe, pero esta ciudad se fundó a partir de esa batalla, dos años más tarde. Por lo tanto, puedo suponer que llegó al futuro, de la forma que fuera, pero sin moverse del sitio.
      —Eso me pareció, porque las montañas seguían siendo las mismas, por muy cambiado que estuviera el paisaje. Decidme, os lo ruego, ¿he sido víctima de alguna magia guanche?
      —Le puedo asegurar que no. Los guanches no conocían la magia, al menos que se sepa. Si hubieran conocido algo así, no creo que hubieran sido derrotados. Por cierto, usted ha dicho su nombre y yo no. Me llamo Airam López del Castillo.
      Ese nombre, Airam, le sonaba a Justo como guanche y no cristiano, pero no quiso preguntar. Los apellidos sí que eran castellanos, eso sin duda.
      El Padre Airam interrogó a Justo por largo rato. Por fin, cayó en la cuenta de que no había comido, y le invitó a compartir su almuerzo con los demás frailes.
      —Tenemos varios problemas, Justo —le explicó más tarde el sacerdote—. Antes, incluso de poder justificar su presencia en este tiempo que para usted es el futuro, tendrá que hacerse con los medios para vivir. Porque no tiene usted ni casa ni siquiera ropa que ponerse.
      —Tengo algunas prendas—. Mostró lo que llevaba en la bolsa.
      —Con eso no puede andar por la calle.
      —Ya me di cuenta. Por eso me puse la ropa del pícaro.
      —Tampoco puede ir vestido de quinqui. No tiene la edad y puede que la policía le pida sus papeles.
      —Disculpad padre mi ignorancia, pero ¿qué es un quinqui y qué la policía? ¿Y eso de los papeles, a qué os referís?
      —Un quinqui es un pícaro, más o menos. La policía es el cuerpo de vigilancia de las calles y demás.
      —Alguaciles.
      —Digamos que es lo mismo. Y los papeles son los documentos que todo el mundo debe llevar, donde dice quién es. Es obligado tenerlos y si no, irá preso a los calabozos.
      —Yo no tengo papeles.
      —Ese problema es el número dos. Primero vamos por la ropa. Puede dormir aquí, en el convento. Hablaré con el padre superior y creo que aceptará darle hospedaje por un tiempo.
      —Os estaré eternamente agradecido.
      —Veamos lo de la ropa, como decía. ¿Qué dinero tiene?
      Justo le mostró la cartera con el dinero del quinqui.
      —Eso no da ni para comer —observó el cura—. No me extraña que viviera robando.
      —Tengo más dinero—. Justo sacó su bolsa del jubón.
      —¡Santo Dios! —exclamó el padre Airam—. ¡Monedas del siglo 15 y en perfecto estado!
      El soldado mostró los maravedíes de cobre y los reales de plata. Tenía un par de escudos de oro escondidos, uno de ellos un excelente, pero optó por no mostrarlos.
      —¿Podría usar estas monedas para comprar? —Justo estaba extrañado de que fuera así.
      —¡Claro que no! Pero podría venderlas como monedas antiguas.
      Justo se acomodó en una celda del convento para dormir. Eran demasiadas novedades que asumir.
      La última había sido cuando mostró su crucifijo al sacerdote.
      —Es una cruz que me regaló mi ilustre padre. Fue peregrino desde Roncesvalles al templo del Apóstol Santiago y sumergió esta pequeña cruz en la pila bautismal— explicó.
      —Tal vez su presencia en este tiempo sea un milagro del Apóstol.
      Por la mañana, uno de los hermanos le prestó a Justo ropa de calle normal.
      —No debe ir vestido como un quinqui —insistió.
      El padre Airam participó en la misa matinal, ¡que no era en latín sino en castellano! Y, tras quitarse los hábitos sacerdotales, acompañó al soldado a la calle.
      Justo se le quedó mirando. Vestía como un hombre más, salvo por la camisa con el cuello cerrado con una tira blanca.
      En primer lugar, fueron al lugar donde había aparecido Justo. Luego al rincón donde había dejado escondidas las armas. Seguían allí.
      Ni qué decir tiene que del ladronzuelo no había rastros.
      Luego dijo el sacerdote: —vamos a subir al tranvía para bajar a Santa Cruz. Está, creo yo, en lo que para usted era la playa de Añaza.
      Subieron a la enorme serpiente que ya conocía Justo. En el interior había asientos, por lo que venía a ser como un enorme carruaje.
      El soldado viejo miraba hacia todas partes. El Padre Airam le explicaba lo que podía.
      Llegaron a otra ciudad. Justo reconocía el paisaje de las montañas, nada más.
      En la tienda de numismática, el dueño abrió los ojos por la sorpresa.
      —¡Pero estos maravedíes de bronce están como nuevos! ¿Dónde han estado, tal vez guardados en una caja de caudales?
      —Imagino que vuecencia podrá darme un buen dinero por ellos. ¿Y qué os parecen los reales?
      —¡Perfectos!
      Justo tomó una decisión.
      —¿Compráis también monedas de oro?
      Buscó dentro de su camisa y sacó las dos monedas de oro: un escudo y un excelente. El especialista las miró con atención, usando una lupa que se colocó en el ojo.
      —¿Cuánto espera sacar de todo esto?
      —Mi amigo espera sacar más de tres mil euros— intervino el sacerdote, hasta ese momento callado.
      —Lo dudo.
      —Podemos ir a otro sitio. En una tienda de «compro oro» darán bastante.
      —En esos sitios si le dan quinientos ya será mucho. Sólo cuenta el metal, no el valor numismático. Y por estas de plata le darán veinte euros, supongo. Bueno, le ofrezco mil quinientos.
      —Dos mil.
      —De acuerdo. Acepto porque conozco un par de coleccionistas que me quitarán estas monedas de las manos.
      A la hora de recibir el dinero, surgió un problema. Justo Santiago no tenía documentación, por lo que el sacerdote tuvo que entregar la suya.
      De aquella tienda fueron a comprar ropa. Y volvieron a La Laguna.
      Mientras subían, hablaron extensamente. Justo plateó una nueva cuestión, y el sacerdote asintió.
      —Ese será el problema número tres —dijo—. El primero ya lo hemos solucionado, aunque aún falta por ver lo que hacemos con esa ballesta y la espada. Las recogeremos al subir y las guardaremos en la bolsa plegable. Creo que en el convento no les hará gracia guardarlas, pero si el padre superior no acepta, tal vez en el cuartel sí las quieran tener. El segundo problema será conseguir papeles. Y luego ya se verá.
   
El funcionario de la Policía frunció el ceño al ver la copia de la partida de bautismo de Justo. La habían tenido que pedir al Archivo Histórico de Segovia y era un documento enviado por correo electrónico. Lo habían impreso en el convento y tenía por fecha «15 de enero del A.D. de 1469».
      —¿Es una coña, o qué? —exclamó.
      Una reunión con el jefe del negociado, y Justo consiguió su DNI. Ponía fecha de nacimiento «15 de enero de 1989».
      —Así que tienes 27 años por ley —comentó el sacerdote al salir con el documento.
   
La entrevista con el catedrático de historia de la Universidad de La Laguna fue muy fructífera. Justo contó lo que recordaba de la vida en Castilla a finales del siglo 15, de sus experiencias en la guerra de Granada…
      —La reina Isabel era muy guapa, pero la vi sólo de lejos un par de veces. El rey Fernando sí era más dado a presentarse ante la tropa para darnos alguna arenga, pero eso es todo lo que puedo decir.
      También habló de la conquista de las islas.
      —En la isla de San Miguel de la Palma casi no tuve mucho que hacer. Sólo hubo un enfrentamiento en aquellas montañas, por donde bajaba un riachuelo muy turbulento.
      »La lucha en Acentejo, en cambio fue muy dura. Escapé de puro milagro, supongo que por mi cruz de Santiago. Más tarde, en Aguere, ya fue otra cosa. Pero no supe cómo acabó todo, pues de pronto me vi en otro tiempo.
      Menos productiva resultó la entrevista con el profesor de física.
      —Ni idea de cómo pudo viajar en el tiempo. Yo diría que se produjo un pliegue en el continuum espaciotemporal y…
      —Perdón, caballero —intervino el padre Airam—. ¿Tiene una explicación, o sólo teorías?
      —Sólo teorías.
      —Por tanto, fue un milagro. Si no puede explicarlo…
   
La prensa acabó por enterarse. Pero, de una u otra forma, la presión duró poco tiempo. Justo no podía explicar gran cosa, pues ni sabía lo que le había ocurrido. En cuanto a los detalles históricos de su época a casi nadie le interesaban.
      Tuvo un par de visitas de gente extraña, que le hablaron de ovnis y otras cosas más raras, pero eso fue todo.
      Ayudó bastante que Justo hubiera contratado a una experta en leyes (abogada). Aunque se quedó sorprendido al ver una mujer ejerciendo tal oficio, pronto superó la impresión. Y su abogada, Susana, le sirvió de escudo frente a los pesados de turno.
   
Por fin, recibió una carta del presidente del Cabildo.
      «Apreciado señor. Tras consultar con nuestros servicios jurídicos y el archivo histórico, hemos analizado su peculiar caso. Comprendemos que tiene derecho a recibir su paga como soldado bajo el mando del Adelantado, conforme a las normas de su época. Entendemos que le correspondería un trozo de terreno más un cierto número de siervos como recompensa por su ayuda en la conquista.
      Entendemos asimismo que esas obligaciones, que en su día correspondían al Adelantado, se hayan transmitido a las autoridades actuales, es decir al Cabildo.
      Por desgracia, hoy en día no es factible disponer de las personas como en su época, por lo que no es posible hacer entrega de siervos. Lo del terreno sí que podría ser posible, pero la mayoría de tierras propiedad del Cabildo son zonas protegidas y no le serían a usted de utilidad; no obstante, hemos encontrado un pequeño terreno en Las Mercedes que podría serle aprovechable.
      Por lo tanto, hemos decidido hacerle donación del mencionado terreno en Las Mercedes. Esperamos que entienda usted que con esa donación queden canceladas todas las deudas contraídas con usted. Lamentamos informarle que el escaso presupuesto del Cabildo hace muy difícil una recompensa económica, tal y como también solicita. ».
      Susana estudió el documento con atención.
      —Son bastante rácanos. Creo que al menos deberían darte algo de dinero —comentó.
   
«Las Memorias de un Soldado Viejo» fue un libro que se vendió bastante bien. Con los beneficios de su venta y los ahorros de su esposa, Susana, Justo Santiago construyó su casa en Las Mercedes. También ayudó un poco la pensión que recibía del Cabildo.
   
Años más tarde, es el 15 de enero del 2049. Justo celebra sus sesenta años, cronología oficial, con sus nietos.
      —Abuelo —dice la mayor de todos ellos—. ¿Es verdad que cumples más de sesenta años?
      —Quinientos ochenta años. Esa es mi verdadera edad, Marisa.
      —¿Por qué no nos cuentas otra vez lo de Acentejo?
      —Yo era un ballestero de mesnada y como tal caminaba detrás de los caballeros. Íbamos por un estrecho barranco buscando a los nativos cuando oímos el sonido de una caracola…

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