26 octubre 2014

Nuevas Aventuras de Zemoz - 1

Tras publicar las anteriores memorias de Zemoz el Barbariano, éste supo de su existencia, aunque no haya sido capaz de leerlas. Me vi obligado a comentarle su contenido, que como recordarán trata de la aventura en Kiftowen, sus amores con Artadek Arneh, las andanzas en Mel_on_Har, su encuentro con este humilde servidor, el suceso del dragón de Lotinglöme, terminando la narración con lo acontecido en compañía de la bruja Kesede Smaya. Los lectores habrán notado que los relatos sin duda podrían proseguir, pues quedan aún muchas aventuras que narrar, pero preferí dejar el texto en un tamaño aceptable.
      Pese a lo dicho, Zemoz no quedó conforme.
      —¿Cómo has podido olvidar los sucesos que nos condujeron a Naufrigetrez?
      Estaba muy enfadado, tanto que temí por mi vida. Ya he narrado como los enfados del barbariano son de temer, y hasta ahora he conseguido mantener mi integridad física gracias a que soy capaz de controlar sus accesos de rabia.
      Le expliqué que no había querido escribir un texto muy largo, y que la narración de los sucesos que terminaron en Naufrigetrez sería muy extensa.
      Sin embargo, Zemoz no se calmaba. Empezaba ya a soltar espumarajos por su boca cuando le prometí escribir una segunda parte de sus aventuras, con lo de Naufrigetrez en primer lugar.
      Zemoz se calmó a duras penas, y yo le aseguré que tan pronto me fuera posible me pondría a escribir. Si no lo hice entonces fue porque estábamos en plena campaña para rescatar al heredero del reino de Kerjundia.
      Tal vez narre esta historia algún día. Recién la habíamos concluido ya Zemoz no pudo esperar para buscar una pluma, tinta y pergamino.
      ¡Y aquí estoy!
   
Los sucesos que espero poder narrar de forma íntegra dieron comienzo en una pobre vivienda de Cörenwirtuf. Los motivos que nos condujeron a esa casa podrían ser tema de otra historia, que es mejor dejar para días más propicios.
      Llegamos allí de noche cerrada y en medio de una copiosa lluvia. Zemoz se precia de poder resistir el frío y la lluvia pero no es el caso de este mercader, así que le imploré buscar un refugio para pasar la noche. El viento había destrozado la carpa de mi carromato y el mulo estaba agotado por el esfuerzo; al fin vimos aquella casa solitaria en la loma y Zemoz aceptó plantarse en la puerta, que derribó de un puñetazo.
      Supongo que fue sin querer, pues yo sólo le pedí que llamara, pero a veces el barbariano no es capaz de contener su fuerza. Puede que sólo pretendiera golpear la puerta, o puede que ésta fuera débil, pero en todo caso se partió en dos ante la embestida de Zemoz.
      Un hombre entrado en años y vestido con harapos, salió visiblemente enfadado.
      Antes de que se complicara la cosa, opté por ponerme frente a él. Con aquella oscuridad no era nada fácil verme.
      —Apreciado señor, lamento la rotura de su puerta, que prometo pagarle en cuanto nos sea posible. Mi compañero en ocasiones no es consciente de su fuerza. Necesitamos un lugar donde refugiarnos de esta tormenta y solicitamos vuestra hospitalidad. Sabido es que en Cörenwirtuf viven los más hospitables de este país, y espero que vuestra humilde morada mantenga la tradición.
      —Sed bienvenidos, señores, pues no seré yo quien vaya en contra de la tradición. Mas sabed que somos pobres de solemnidad y casi nada os podremos ofrecer, salvo un techo; si es que el dios Klierme no decide derribarlo con esta tormenta.
      —Estad tranquilo, señor, que Klierme sabrá que Zemoz el barbariano ha decidido dormir en vuestra casa y os felicitará por ello. No creo que elija esta noche para dañar vuestra morada. Sólo pedimos un techo, nada más. Y pagaré con generosidad.
      Entramos. El hombre aquel, Vlïsdertio de nombre, nos mostró un lecho de paja en el medio de la habitación principal, junto a la mesa de madera. Yo me acomodé para pasar la noche entre pulgas, pero Zemoz hizo de las suyas, para no variar.
      Moviendo la nariz como un caballo en celo, se dirigió a una habitación a oscuras, la única que había aparte de la sala donde nos encontrábamos. Allí había tres mujeres, la esposa y las dos hijas del campesino, a quienes sometió al tratamiento habitual. Desmayadas por el brusco tratamiento, él se limitó a penetrarlas sin pudor. Cuando apareció un jovencito, el hijo varón de aquel matrimonio, no dudó en sodomizarlo.
      Para terminar, se hizo con los escasos alimentos de aquella pobre familia.
      Y por fin se echó en el montón de paja, roncando ruidosamente.
      Por la mañana, hice cuentas y saqué tres monedas de oro para pagar los daños causados por Zemoz. Estaba a punto de entregarlo cuando vi que en el lecho de Zemoz se podía apreciar una bandeja de plata muy curiosa, y sin duda valiosa. Su pérdida sería muy dura para aquella familia, ya que no la habían cambiado por comida; tendría valor sentimental, a no durarlo. Añadí dos monedas de oro a la bolsa.
      —Tomad, señor Vlïsdertio, esta humilde compensación por los desmanes causados por mi compañero.
      —Idos, por todos los dioses y no volváis jamás por aquí. Hubiera preferido que Klierme hubiera derribado el techo.
      Zemoz salió, no sin antes echarle una lujuriosa mirada a la esposa de Vlïsdertio, quien por cierto no parecía haberlo pasado mal con el barbariano (tal vez le había gustado aquel trato tan brutal, pero de eso no estoy seguro). Pero antes de que Zemoz se liara otra vez con sus lances amorosos, le di un suave empujón para que siguiera camino.
      Cuando ya estábamos en el carro (bueno, yo estaba en el carro y Zemoz al lado del animal), oí gritos de alegría provenientes de la casa. Sin duda, Vlïsdertio había abierto la bolsa con las monedas.
      Seguimos camino. El toldo del carro seguía roto, pero ya no soplaba el viento, así que no importaba. Compramos vituallas y un trozo de tela, a un comerciante cuyo carro nos cruzamos. Aquel colega mío siguió su marcha con mucho menos peso (salvo en su bolsa), y nos dispusimos, Zemoz y yo, a disfrutar de una buena comida en la hierba, a un lado del camino. Dejé la reparación de la lona para más tarde.
      Justo acabábamos de vaciar un odre de buen vino de Fliturbiye cuando recordé la bandeja.
      —Zemoz, ¿recuerdas la bandeja de plata que tomaste de aquella choza? ¿Podrías explicarme qué te llevó a cogerla? Tú no sueles mostrar interés por las riquezas.
      —Maestro Fligencio, sin duda yo tampoco lo acabo de entender. Para seros sincero, ni me fijé en que fuera de plata. Sólo me pareció bonita y quise tenerla para mí. Era como si me llamara.
      —¿Podría yo verla?
      —Claro que sí. Vos no me la robaréis, sin duda.
      Zemoz buscó entre sus pertenencias. Apartó la espada, un abrigo de piel (para lo más crudo del invierno) y sacó la bandeja, que me entregó.
      La observé bien. Era una bandeja redonda, como de dos palmos de diámetro, de plata de muy buena calidad. Pesaba poco, otra señal de buen producto y sin embargo se la veía sólida. Estaba muy decorada con dibujos y textos en un alfabeto que al principio no reconocí, pero de pronto mi mente se iluminó con la visión de la caligrafía de Naufrigetrez.
      En efecto, aquella escritura parecía la de ese pueblo tan colmado de incógnitas. Nadie que esté vivo puede explicar el significado de los viejos templos, de aquellas ciudades abandonadas y cubiertas de maleza. En ellas sólo viven monos y jaguares, además de loros, insectos, arañas y serpientes. Los árboles crecen en lo que sin duda fueron lujuriosos jardines. De sus antiguos habitantes sólo hay huesos, a veces recubiertos de armaduras. Y ningún texto, exceptuando algunas crónicas en mármol que nos han podido llegar.
      Las crónicas no cuentan nada útil: los amoríos de un rey con sus doncellas, las andanzas de un sacerdote en pos de una magia desconocida, las cuentas detalladas de un palacio (usando monedas desconocidas, lo mismo que las unidades de medida), algunos cuentos infantiles sobre la creación del mundo, y poco más.
      Nada que explique qué sucedió para que aquella extraña civilización desapareciera, dejando tan pocas huellas de su paso por el mundo.
      En todo caso, aquí tenía una bandeja con indicios de haber sido creada por aquellos hombres. Y su caligrafía podía entenderla.
      Temo que no puedo explicarle al lector cómo es que un humilde comerciante llamado Fligencio aprendió a interpretar los arcanos de la escritura de Naufrigetrez, pues esta narración es de las aventuras de Zemoz, no las de Fligencio.
      Por lo tanto, el texto no me ofrecía demasiadas dificultades, pero eso no era el caso de los dibujos, por cierto muy enigmáticos.
      Para empezar, el círculo que era la bandeja estaba dividido en tres tercios, recorridos por una serpiente que terminaba en un círculo menor en el centro. Si se seguía la espiral desde la parte más externa, primero se apreciaba una montaña, con aspecto de ser muy alta y con una pared que parecía un abismo hacia el mismísimo Hades.
      El tercio siguiente mostraba una habitación con una mesa y varias personas sentadas ante ella. No se apreciaba si comían o sólo hablaban, y todos ellos eran hombres con vestidos lujosos; una reunión de reyes u hombres de similares poderes.
      El tercer tercio mostraba un ave de grandes alas recorriendo los cielos. Nada más.
      En el centro, una estrella brillaba, o tal vez se tratara del sol.
      Me dispuse a leer los textos, con el fin de encontrarle sentido a aquel galimatías. Pero primero devolví la bandeja a Zemoz, evitando cualquier suspicacia hacia mí por mantenerla demasiado tiempo en mi poder. Le expliqué que podría buscarle un significado, si él me permitía observarla con más detalle.
      Eso sería en la ciudad de Aegrintel, hacia donde me dirigía. En ella, monté mi puesto para vender mercancía, mientras Zemoz se ponía a buscar aventuras.
      Por una vez, mi interés no se centró en la venta, y eso sin duda se notaba al terminar cada día, pues mi mercancía permanecía sin vender y mi bolsa no crecía.
      Pero esperaba el momento de encontrarme con el barbariano para pedirle estudiar una vez más la bandeja.
      Hacia la semana de estancia, quedaba claro que las ventas eran un total fracaso, pero ya había logrado desentrañar el misterio de la bandeja de Cörenwirtuf.
      Se lo expliqué a Zemoz mientras marchábamos de la ciudad. El carro tenía el mismo peso que a la llegada, pues el producto almacenado era casi todo el mismo. Mi bolsa pesaba menos, pero no podía hacer nada para solucionarlo.
      —Se trata de tres grandes tareas, aptas sólo para un héroe —le dije.
      —O sea, dignas de Zemoz —replicó, orgulloso.
      —Eso espero. Han de realizarse en orden y me ha parecido entender que en cada una se conseguirá un objeto, creo que una joya, que se ha de colocar en la bandeja. Cuando se tengan los tres objetos, se podrá acceder al premio, algo que ha de estar en Naufrigetrez.
      —Esas ruinas están muy lejos, según he oído.
      —Tendremos que andar bastante. Pero primero hemos de ir a Bluwartyö, la gran montaña.
      —¡Serán varios días de camino! Y una vez allí, ¿qué he de hacer? ¿Matar un dragón o un gigante?
      —Nada de matar. Has de escalar la pared infinita.
      Hasta Zemoz quedó atónito, y ya eso resultaba difícil. La pared infinita de Bluwartyö era un precipicio vertical de dos millas de alto, liso como un espejo, y sin duda mortal.
      Todo un desafío para alguien como Zemoz.
      —Bien, hay que subir la pared, ¿y luego?
      —En la cumbre está el primer objeto, creo haber entendido que es un óvalo color rubí.
      —Creo saber cómo escalar esa pared, maestro Fligencio. Pero, ¿cómo subirás tú?
      —¿Yo? Esperaré tu vuelta, mi valiente. Yo no valgo para subir montañas, ni siquiera aquellas con un buen camino para llegar a la cima.
      —No, tú vendrás conmigo para que puedas narrar mi gesta. Ya verás cómo. Te iré remolcando, pesas muy poco.
      No entendía nada. Pero si Zemoz contaba con llevarme a cuestas tendría que aceptarlo. No podía evitarlo, ni siquiera huir.
   
(Continuará)

Primeras aventuras de Zemoz

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