28 junio 2013

FERNANDO O TAHINOAYA

-1-

Cuando nació Fernando, sus padres se quedaron muy contentos por tener un varón en la familia. Ainoa y Carlos sólo habían sido autorizados a tener un hijo y Carlos quería un varón a toda costa. Ainoa era indiferente y por eso insistió en dejar que la Naturaleza siguiera su curso, en vez de hacer una selección previa. También influyó que las autoridades terrestres no permitían la selección de género sin una razón clara y en este caso no la había.
       El pequeño poblado de San Carlos se mantenía con doscientos habitantes en la orilla del Amazonas gracias a un control muy estricto de la población. Quien no lo aceptaba podía irse a vivir al Cinturón Ecuatorial (donde habitaba la mayor parte de la gente) o, mejor aún, podía embarcarse en una nave colonial rumbo a otro planeta. En la mayoría de los planetas no había esos controles tan radicales de la población.
       Pero Ainoa y Carlos querían mantener el viejo estilo de vida, pescando en sus curiaras lo que daba el río, cultivando yuca y tapioca y viviendo en chozas de hoja de palma. De hecho se habían negado a tener comunicadores o cualquier otro dispositivo electrónico. Tampoco un sintetizador de alimentos. ¡Lo más sofisticado que tenían era una linterna!
       El pequeño Fernando nació casi sin ayuda. Ainoa había insistido en parir al viejo estilo, en la choza y con la ayuda de una partera (que se desplazó en un volador con todo el equipo de emergencia, por si fuera necesario). La placenta y el cordón umbilical fueron ofrecidos a los espíritus benevolentes. Aunque luego sería bautizado por el rito cristiano, tanto Ainoa como Carlos eran sincretistas y practicaban los viejos ritos indios a la vez que los cristianos… por mucho que los sacerdotes insistieran en que sólo había un Dios.
       En cuanto tuvo edad suficiente para ello, Carlos se ocupó de preparar al pequeño Fernando como si fuera un guerrero. Le enseñó a manejar la cerbatana y un pequeño arco con flechas sin punta.
       Pero Fernando no mostraba interés en la cacería. No le gustaba matar y cuando logró su primera presa se echó a llorar de pena viendo aquella ave sin vida.
       Con cuatro años, ya estaba claro que Fernando no era un niño «normal». Prefería jugar con muñecas a correr detrás de los perros como los demás niños. Rechazaba participar en las partidas de caza, y en cambio recorría los senderos buscando bayas o yerbas para comer como hacían las niñas. Jugaba a las cocinas y preparaba tortas de casabe o yuca asada, pero era incapaz de destripar un pájaro pues no suportaba la sangre.
       Inevitablemente, casi todos sus amigos eran del género femenino.
       Con todo, lo más grave fue el día en que se puso un almohadón amarrado al vientre y dijo que estaba embarazado. Para su padre fue todo un golpe.
       Carlos llamó al brujo Emerando. Éste realizó unos sahumerios y preparó un cocimiento con yerbas que obligó a tomar al niño. Según Emerando, los malos espíritus se habían adueñado del niño y confundían a los buenos; con sus medicinas deberían irse, siempre y cuando los buenos tuvieran fuerzas para echarles.
       Fernando tuvo calenturas y vómitos. Durante tres días apenas comió nada, con unas diarreas espantosas.
       Al final Fernando se quedó casi en los huesos, pero recuperó el apetito. Sus padres esperaron ansiosos para ver qué juegos elegía.
       El niño buscó la muñeca que sus padres siempre escondían y se puso a vestirla, cambiándole los pañales y lavándola.
       Ainoa se echó a llorar. Carlos se tragó la rabia y optó por salir a cazar. Tal vez disparando su cerbatana contra alguna presa podría superar el mal trago.
     
Pasaron los años y Fernando se definió como un chico «raro». Le gustaba vestirse con ropas de mujer y le interesaban los temas típicamente femeninos. Nunca puso interés en jugar a la pelota y sí en cambio quería conocer todos los detalles contados por las mujeres del poblado; le encantaban los chismorreos y no se perdía una oportunidad para demostrar sus conocimientos del tema.
       Sólo había un aspecto de su comportamiento que agradaba a su padre. Y es que Fernando siempre salía con chicas. Tal vez finalmente se enamorara y saldría a la luz el hombre que, esperaba, estuviera dentro. En otras palabras, los espíritus masculinos terminarían por tomar el control de su alma.
       Pero Fernando casi siempre veía a sus amigas como compañeras, no como posibles amantes. Con ella no buscaba argumentos para llevarlas a la cama (lo que hacían otros chicos), sino que hablaba de temas como vestidos, moda, cosméticos, cocina… Ni siquiera intentaba toqueteos. Sus amigas lo trataban como si fuera otra chica.
       Con el tiempo, Fernando logró convencer a sus padres para llevarlo ante un especialista moderno. Incluso el hecho de «llevarlo» comportó una complicada negociación, ya que los mejores especialistas estaban en el Cinturón y sus padres no querían ni oír sobre un viaje hasta allá arriba. Finalmente acordaron alquilar un volador en el que viajaron los tres hasta Lima, donde les aguardaba una especialista en el tema. Lima era la ciudad más cercana a San Carlos y era fácilmente accesible desde la Torre Quito. Suponía una solución de compromiso para no tener que ir al Cinturón.
       La especialista, llamada Hilda, era una mujer de rasgos bistulardianos. Carlos se preguntó qué hacía alguien como ella tan lejos de su planeta, pero prudentemente no dijo nada. Fernando, por su parte, observó que la mujer era muy alta, tanto como él, lo que le dio más tranquilidad ante el futuro que le esperaba.
       Hilda realizó un amplio interrogatorio a los tres, tanto juntos como de forma individual y luego se quedó a solas con Fernando para completar el interrogatorio con una exploración corporal. Usó todos los medios técnicos disponibles en aquella clínica.
       El diagnóstico final fue muy claro: Fernando no se sentía hombre; aunque físicamente lo era, mentalmente era una mujer. El tratamiento propuesto sería muy drástico, tanto que primero debían asegurarse; no era cosa de precipitarse y realizar una intervención irreversible sin tener una total seguridad de que era necesaria.
       Por ello, Fernando se quedó en el centro una semana para un estudio psicológico muy detallado. Carlos y Ainoa volvieron al poblado, más bien tristes. Habían perdido un hijo y a cambio recibirían una hija no deseada.
       Los dos padres debieron volver para firmar los documentos de la intervención. El tratamiento estaba más que justificado, según Hilda, pero la autoridad imperial terrestre exigía que en estos casos la firma de los padres fuera con presencia física.
       Tras el trámite, Carlos y Ainoa volvieron una vez más a San Carlos. Por su parte, Fernando fue trasladado al Cinturón Ecuatorial.
       Pese a lo compleja y larga que podía resultar, la operación en sí tenía mucho de rutinaria. No era frecuente pero tampoco rara y se venía practicando desde hacía siglos con pocos cambios.
       Para empezar le sometieron a un tratamiento hormonal con estrógenos, antes de pasar a la cirugía.
       Llegado el momento del bisturí, le implantaron sendas prótesis mamarias, le reconstruyeron los genitales, le modificaron la voz con una intervención en la laringe, también le modificaron la pelvis (lo más complejo), ampliando ligeramente las caderas. Igualmente le colocaron un útero sintético, de tal forma que podría dar a luz aunque no concebir. Y le colocaron nanoimplantes neuronales en el cerebro para potenciar aquellas áreas típicamente femeninas, como el área de Broca que controla el lenguaje.
       De esa forma, Fernando se convirtió en Tahinoaya, el nombre de origen indio que adoptó para su cuerpo femenino. Los aspectos legales fueron solucionados rápidamente.
       La nueva chica bajó hasta su pueblo para que sus vecinos la conocieran. No encontró aceptación por parte de sus padres, lo que por supuesto no la sorprendió. Pero tampoco lo tuvo entre los demás. Se encontraba incómoda entre aquella gente que la miraba de reojo todo el tiempo.
       Tahinoaya decidió volver al Cinturón.


-2-
   
Para Tahinoaya, la vida en el Cinturón fue como empezar de nuevo en todos los sentidos. Empezar a vivir en un lugar claramente opuesto a la Naturaleza en la que había desarrollado su vida anterior. Y también empezar a ser mujer.
       La mayoría de las mujeres comenzaban a aprender a serlo antes incluso de que descubrieran las diferencias entre niños y niñas. Ya los propios padres volcaban sus expectativas en sus hijos y eso se notaba desde el mismo nacimiento. ¿Qué es lo primero que se pregunta cuando nace un hijo?
       Pero Tahinoaya se había criado como varón. Desde que nació fue un varón y como tal fue criada. Sólo cuando ella se dio cuenta de que era una mujer en cuerpo de hombre, sólo entonces se planteó su verdadera naturaleza.
       No era lo mismo. Le faltaba la naturalidad de las mujeres crecidas como mujeres. Intentaba imitarlas y lo que hacía era exagerarlo todo, actuar de una forma amanerada, poco realista.
       Se rodeó de unas cuantas amigas, y todas sabían cual era su caso. No era difícil, pues Tahinoaya era muy alta para ser mujer. En las operaciones de cambio de sexo, reducir el tamaño corporal era demasiado complejo y traumático, así que rara vez se hacía.
       Las amigas la ayudaban dándole toda clase de consejos. Cómo maquillarse, cómo elegir la ropa y los complementos, cómo moverse, cómo actuar ante otras mujeres y ante los hombres.
       Respecto al tema sexual, Tahinoaya descubrió alarmada una anomalía en su naturaleza femenina. ¡No le atraían gran cosa los varones!
       Cuando era Fernando había llegado a tener relaciones con mujeres, incluso con penetración. Y aunque se sentía mujer en muchos aspectos, nunca le tentó tener relaciones homosexuales con hombres.
       Ahora que era mujer seguía sin que le ilusionaran las relaciones con los hombres. Probó un par de veces (con chicos que ignoraban su naturaleza, pues para evitarse complicaciones ella no dijo nada) y las encontró bastante insatisfactorias.
       Y probó relacionarse con mujeres y le sorprendió comprobar cómo esta vez sí que era un sexo satisfactorio.
       ¡Ella era lesbiana! Tuvo que reconocerlo y eso le supuso un fuerte trauma.
     
¡Tal vez se había equivocado en el cambio de sexo! ¡Quizás seguía siendo un hombre, ya que le gustaban las mujeres!
       Hilda, la terapeuta, seguía estando a su disposición en el Cinturón, pues habitaba en el mismo sector latino a unos veinte minutos de distancia en rapidvía.
       Tahinoaya se entrevistó con su terapeuta y le confesó sus dudas. Pero ella se las despejó: ya lo había sospechado durante su análisis y no le pareció motivo para oponerse al cambio.
       Hilda se lo aclaró: cuando era Fernando y tuvo relaciones con mujeres, ¿fueron satisfactorias? La respuesta, no. Por lo tanto, no cabía duda: si ahora encontraba satisfactorias las relaciones con mujeres era porque lo hacía desde un enfoque también femenino, es decir netamente homosexual. Ella era una mujer y se sentía más a gusto con otras mujeres, lo que no tenía porqué ser raro.
       Eso sí, le aconsejó que no se cerrara a otro tipo de relaciones. Todo ser humano tenía algo de hetero y algo de homo, era cosa suya averiguar donde se hallaba su equilibrio personal.
     
Poco a poco, Tahinoaya se fue adaptando a la nueva vida.
       No era sencillo. En San Carlos había llevado una vida muy primitiva y las cosas que allí había aprendido ahora le servían de muy poco. ¿De qué valía reconocer las plantas comestibles si la comida la producía una máquina? Ahora, para comer le bastaba con seleccionar en una lista sus preferencias, y en cuestión de segundos aparecían los platos solicitados; y ni siquiera importaba si la selección no era adecuada, pues estaban enriquecidos con todos los nutrientes básicos, y también micronutrientes. Uno podía elegir papas guisadas, que las vitaminas y minerales que faltaban se les añadían.
       Tuvo que aprender muchas cosas básicas para poder vivir en aquel mundo tan tecnificado como era el Cinturón.
       También se vio obligada a realizar una actividad económica. En la sociedad del Cinturón, todas las necesidades quedaban cubiertas pero se esperaba que todos los habitantes cooperaran a la economía global. No era totalmente obligatorio y así se permitía que hubiera vagos que no hacían nada, pero éstos sólo recibían las necesidades más básicas; para cualquier «lujo» debía realizarse una actividad que lo compensara. La definición de lujo era muy amplia, pues incluía cosas como variedad en la comida o poder tomar refrescos en vez de agua; y a partir de ahí en general…
       La actividad podía tratarse de cualquier cosa que resultara útil para los demás, según unos esquemas determinados (que por supuesto Tahinoaya no comprendió en lo más mínimo). Pero entendió que podía aprovechar sus conocimientos acerca de la Naturaleza y se dedicó a enseñar supervivencia en los medios naturales. Nadie asistía a sus clases, pero eso no tenía importancia: las clases se daban en forma virtual. Ella las grababa y pasaban a estar disponibles por cualquiera interesado.
       El acceso a las clases quedaba registrado, por supuesto, y la compensación económica dependía del número de accesos y del interés manifestado por sus seguidores. Tahinoaya se sorprendió cuando su cuenta se elevó unos cuantos dígitos.
       Tuvo que consultar con sus amigas lo que significaba aquello. Y ellas le explicaron que podía adquirir determinados lujos, normalmente poco accesibles. Hablaron de créditos y de cifras hasta dejarla mareada.
       Una cosa sí tuvo clara y la aprovechó de inmediato para renovar su guardarropa. Acompañada de Teresa, su más íntima, visitó varias tiendas, tanto físicas como virtuales, y eligió toda clase de «trapitos». Con frecuencia, Teresa debía convencerla de que no podía ir por las calles y pasillos vestida de forma muy llamativa y espectacular, que tales prendas debía reservarlas para casos muy especiales.
       Finalmente, adquirió un buen número de vestidos de uso diario, sencillos pero de gran calidad; pero también un conjunto espectacular para fiestas.
       Otro consejo de Teresa: racionar las fiestas. Ella misma la acompañó a dos o tres, pero Tahinoaya apenas se perdía una fiesta si era invitada. Y en contadas ocasiones eligió algún componente del conjunto espectacular; sólo una vez lo llevó completo: un mono plateado, muy ajustado, de brillo perlado y que dejaba ver bastante piel por diversas aberturas, completado con unos zapatos de gel musicales, un gorro ajustado al cráneo, guantes perlados, un faldellín transparente como gasa y de adornos anillos, zarcillos, pulseras y collares, además de varios implantes para colocar en los dientes y labios y otras partes de la cara.
       Se convirtió en el centro de admiración de todos y todas. Tanta expectación resultó, de hecho, molesta, y la joven aprendió la lección: sólo si quería llamar realmente la atención debía vestir así.
       Otro problema de las fiestas: no podía consumir sin control. Sobre todo aquellas bebidas cargadas de sustancias estimulantes que le podían hacer perder la voluntad.
       Tras dos experiencias algo desagradables, una de ellas con un chico bastante sinvergüenza, decidió que sólo tomaría zumos de frutas y eso si tenía suficientes garantías.
       Por pura suerte (según le explicó Teresa), ninguna de las sustancias creaba hábito. Ante su incomprensión, su amiga le habló de las drogas y de cómo los adictos perdían toda su libertad a cambio de conseguir sus dosis. Empezando por la droga más fácil de conseguir, y la más habitual: el alcohol.
     
Tras unos años de vida en el Cinturón, Tahinoaya ya se comportaba como una mujer más o menos normal.
       Era capaz de realizar todas las labores típicas del hogar sin tener que consultar a nadie. Gracias a su robot asistente, todo lo que debía hacer era programarlo y ordenarle que hiciera una cosa o la otra.
       Para las comidas aprovechaba también la automatización: su autococina se encargaba de adquirir los materiales que pudiera necesitar. Ella se limitaba a decidir lo que quería comer y, si acaso, a introducir nuevas recetas que conseguía.
       Seguía con sus clases. Había descubierto el placer de la búsqueda de información para ampliar sus conocimientos. Ella misma se apuntó a diversos grupos como alumna.
       Se relacionaba con gente de todo tipo, hombres y mujeres. Los hombres, casi de forma invariable, iban siempre a lo mismo y ella a veces lo aceptaba, pero era algo poco frecuente. Con las mujeres tenía relaciones de todo tipo, desde simples amigas hasta amantes ocasionales.
       Asistía a alguna que otra fiesta, iba a espectáculos públicos, visitaba museos, y también tiendas. Incluso viajó por todo el Cinturón.
       Pero sentía que su vida carecía de un objetivo. Algo le faltaba para completarla.
       Recordando a Hilda, su terapeuta, se convenció de que lo que le faltaba podía hallarlo en Bistularde.
       Se apuntó a un grupo de emigración.

(Continuará...)

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